El miedo es una de las emociones básicas del hombre, que va desde la sutileza de los temores cotidianos hasta el abismo del terror absoluto. Puede ir acumulándose lentamente como los bancos de arena en las riberas de los ríos y atraparnos en un abrazo mortal, sólo perceptible en última instancia; o presentarse de manera súbita como un relámpago inevitable y hacernos perder la razón (pánico), y actuar de maneras que en otras circunstancias nos parecerían a nuestra forma de ser.
El pánico no siempre está presente, su característica principal es aparecer en una situación determinada (coyuntura socialmente hablando) debido a la acción de un detonante específico (un catalizador) que lo dispara en un miembro del colectivo que acabará luego dispersándolo a todos los demás. Es pánico lo que sienten las manadas de herbívoros ante la presencia de un depredador. Uno de ellos hace cundir la alarma y la estampida se desata.
El hombre como especie es más susceptible de padecer los temores cotidianos y los arranques de pánico que las experiencias de terror absoluto, al menos de manera colectiva, porque en una sociedad como la nuestra, donde la violencia se ha normalizado y generalizado, las experiencias individuales de terror le pueden suceder a cualquiera. Desde un atraco hasta una violación, desde un secuestro hasta morir a manos de un sádico desquiciado.
¿Para qué mencionar todo esto? Los tiempos actuales y la coyuntura presente, tanto local como global, agudizan nuestros temores cotidianos, aumentan nuestros miedos y nos predisponen a los posibles ataques de pánico.
No basta con la incertidumbre diaria que nos carga la precaria situación económica. Si tendremos para comer mañana o pasado, si mantendremos el empleo, si alguno de los nuestros enfermará, si está situación se mantendrá por más tiempo, si habrá un volver a la normalidad o si este es el comienzo de una agudísima crisis social a largo plazo.
También tenemos que enfrentarnos al miedo ineludible que sentimos ante la idea de la muerte, ya sea propia o ajena. A muchos no les aterra morir porque lo aceptan como parte inevitable de la vida. Pero les resulta insufrible la idea de perder a madre, padre, hermanos, hijos o pareja. Intolerable el dolor de la agonía que puedan sufrir e insoportable la pérdida definitiva. Sin mencionar el miedo que sienten ante la posibilidad de recibir la noticia de que su ser querido fue llevado a un centro de control y no lo verán nunca más.
¿Y el pánico? El pánico se ha vuelto recurrente desde que se oficializó el primer infectado. La asistencia masiva a los mercados y supermercados con el consecuente acaparamiento del papel de baño, y productos alimenticios fue sólo el primer ataque de pánico social. A éste le seguirían el acaparamiento del combustible, de las mascarillas, de los guantes quirúrgicos, e incluso del acetaminofén.
Por supuesto que la estrategia presidencial de comunicación no contribuyó a tranquilizar a la población con su constante remarcar de la cantidad de enfermos y muertos. Tampoco ha contribuido la ineptitud del Gobierno para tratar la pandemia, evidenciada por los medios no oficialistas, ni su aberrante falta de políticas y protocolos para hacer frente a los posibles escenarios que puedan derivarse de la coyuntura actual.
También hay que mencionar la incapacidad del sistema de salud para atender a la población, no por falta de personal médico capacitado sino por la falta de insumos materiales, de recurso tecnológico y de espacio infraestructural, lo que redunda en un porcentaje ínfimo de garantía de aislamiento adecuado para evitar el contagio de covid-19 entre los pacientes internados por otra causa.
La sola idea de asistir al hospital por cualquier dolencia se convierte en fuente de pánico entre la población ante la posibilidad de infectarse en ese lugar. Incluso contar con un vecino médico, bombero, paramédico o socorrista despierta el recelo y la desconfianza entre la gente. No digamos un vecino infectado o uno que padeció la infección. Los ataques físicos a los domicilios se hacen más frecuentes y las medidas locales rayan en lo irracional. Para muestra el entierro en el basurero de un fallecido supuestamente muerto por covid.
Nunca antes la expresión popular "asustar con el petate del muerto" había tenido tanto sentido. El último detonante de pánico de estos días fue el anuncio de la marcha de migrantes hondureños hacia Estados Unidos. Las expresiones de odio no tardaron en manifestarse ni tampoco las amenazas. La idea de que el foráneo es la causa del mal es un prejuicio recurrente en los pánicos comunitarios: ¡Vuelvan a su tierra malditos!, es la frase más frecuente en las redes sociales.
Con ese mismo odio ciego se recibió a los deportados nacionales a los que se les persiguió como fugitivos de alta peligrosidad bajo la sospecha de estar infectados, sobretodo porque como ya se mencionó antes, el Gobierno no tuvo ni tiene protocolos de control de pandemia en escenarios de deportación y migración.
La pandemia se acrecienta y agudiza y las probabilidades de pánico social se multiplican exponencialmente conforme pasan los días. Lo único que puede librarnos del pánico es la previsión y la alteridad. En la medida en la seamos capaces de prever distintos escenarios y armar planes de contingencia; y de ponernos en los zapatos de los demás, seremos capaces de actuar sin caer en pánico, de actuar humanamente, pero sobre todo, de actuar responsablemente

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