Las bibliotecas, paraíso de los ñoños, prisión de los mentecatos, infierno de los disléxicos desahuciados... Ahora que tengo su airada atención déjeme corregir: paraíso de los eruditos, bibliófilos, bibliómanos, lectores empedernidos y escritores; prisión de los funcionarios públicos y privados, de los escolares ruidosos y de la gente simple; infierno de los disléxicos desahuciados, si, porque ellos sólo con ayuda divina podrán leer adecuadamente.
No hace falta explicar lo que es una biblioteca, ni que las hay generales y especializadas, como tampoco hace falta decir que las hay públicas y privadas, grandes y pequeñas. Me gustaría creer que tampoco hay que referirse a su importancia capital en el desarrollo integral de las personas y las sociedades a las que pertenecen. Pero eso sería pedirle demasiado a la vida.
Vivimos en una sociedad que odia los libros, que los desprecia, los destruye, los relega, los enjuicia y los proscribe. Herederos de una herencia cultural que condenaba los libros a la hoguera y cuya visión práctica de los mismos era la de servir de cuña para muebles tambaleantes. Lo que es contradictorio en una herencia cultural donde la burocracia ocupa un lugar prominente.
Mientras que en otros países, las escuelas y colegios cuentan con bibliotecas formales y los libros son tan baratos que cualquiera puede armar su propia biblioteca en casa, en el nuestro, los libros en su versión rústica son más caros que una botella de vino decente, lo que ya es mucho decir, las escuelas, si tienen una biblioteca, se limitan a un mueble librera de tres o cuatro anaqueles que estará ubicado en la dirección y que difícilmente estará disponible a los alumnos. En las escuelas que hayan tenido la dicha de recibir una librera para cada salón, la situación no será diferente, los libros serán un bonito elemento decorativo sobre el que se arrumbarán cosas y más cosas; libros que el maestro o maestra nunca prestará, porque la lectura extracurricular no tiene importancia, y que en el peor de los casos habrán desaparecido.
¡Ya no leas tanto!, ¿para qué lees? Mejor sal a divertirte. Frases típicas destinadas a quién gusta de la lectura. De ahí que resulte raro todo aquel que visite asiduamente una biblioteca. Que de por sí son escasas. La gente promedio ignora que leer también es vivir y viajar. Las bibliotecas son vistas como el punto de encuentro forzoso de los escolares que van a "investigar", aunque en la práctica sólo vayan a copiar contenido, labor que realiza una sola persona mientras los demás echan relajo. Las bibliotecas son espacios comunes infravalorados y por ello se les descuida.
Cualquiera puede ser bibliotecario en este país, principalmente las señoras mayores a las que se les asigna el puesto porque técnicamente implica dar y recibir libros y nada más. También hay mujeres jóvenes que asumen este cargo sin la debida preparación universitaria, y es que mucha gente no sabe que la bibliotecología es la disciplina profesional que los bibliotecarios deben conocer y que los faculta para la organización, clasificación, registro, reparación, limpieza y desinfección de los libros y su respectivo almacenaje en condiciones óptimas.
El bibliotecario debe ser un experto en la catalogación de su inventario y en la creación de bases de datos físicas y electrónicas. El bibliotecario no puede no conocer su material. Al menos en teoría, porque en la práctica el desconocimiento es algo frecuente.
Y es que a veces los que amamos la lectura y las bibliotecas nos hacemos grandes expectativas de los lugares y acabamos tragándonos semejante fiasco. Quizá nuestro pecado sea soñar con el bibliotecario arquetípico que además de ser amable sea capaz de intuir lo que buscamos y de darnos sugerencias alternas. Que además sea un bibliómano, un bibliófilo, y un lector empedernido con un basto conocimiento universal, un carácter sobrio y modales recatados; alguien que sea la fusión de Rupert Giles (Buffy, the vampire slayer), Jorge de Burgos (Umberto Eco, El nombre de la rosa), Victor Fargas (Pérez-Reverte, El club Dumas o la sombra de Richelieu), y, por supuesto, el maestro supremo J. L. Borges.
Se vale soñar, pero la realidad dista mucho de nuestras idealizaciones. Y de vez en siempre (con raras excepciones) nos toca soportar la mediocridad y la decadencia en las bibliotecas. Como sólo puedo hablar por mí, referiré mis experiencias más, extravagantes.
Durante mi formación magisterial, cuando me interesé por la literatura nacional y la poesía, además de los temas afines a la carrera, comencé a visitar bibliotecas, desgraciadamente la biblioteca del instituto donde estudiaba era atendida por una no-bibliotecaria que conservaba junto a su mesa los 5 o 6 libros que prestaba únicamente. La Didáctica de Nérici, la Pedagogía de Nassif, la Psicología de Villaverde y un par de libros más y su típica respuesta ante cualquier pedido era "no hay joven, de eso no tenemos" a pesar de que tras ella cuarenta y ocho anaqueles rebosaban de libros y dos habitaciones interiores contenían otros tantos. La biblioteca era de sistema cerrado, los libros no estaban clasificados y tampoco había ficheros de consulta, y eso que ella tenía ya más de una década atendiendo el lugar. ¡Ven lo dañino que es colocar en un puesto determinado a alguien no apto para el trabajo!
Luego de graduarme, colaboré en la limpieza de esa biblioteca y la cantidad de polvo, telarañas y moho eran increíbles. La cantidad de temas acumulados en esa biblioteca era maravillosa, poesía, cuento, novela, del pasado y del presente, de América y de Europa, en español, francés, inglés y hasta italiano. Todo ello como evidencia del pasado glorioso de la educación pública herencia del arevalismo, cuando en el bachillerato y magisterio se enseñaba francés, y latín, como base para la universidad, para las ciencias o para las carreras humanistas. Los libros sobre psicología del niño y del adolescente abundaban, las didácticas, las pedagogías, textos sobre evaluación y filosofía de la educación. Libros de historia, ciencias naturales, lenguaje, matemáticas, física, química, biología. Había incluso una amplia sección sobre derecho: constitucional, romano, mercantil, penal, laboral, notariado. Libros que alguna vez fueron de César Brañas, Cardoza y Aragón y otros periodistas y escritores guatemaltecos. Las publicaciones bilingües de Landívar y muchos diccionarios especializados.
Fue abrumador para mí, no sé si también para los otros, el descubrir la maldad y la pereza tras ese sempiterno "no hay joven, de eso no tenemos". Como joya de la corona, mientras montones de libros se apilaban para la bodega del olvido por estar "viejos", la recién contratada psicóloga del instituto (presentada como la más experta y erudita en psicología) comenzó a husmear y fijó su atención en un modesto libro de portada descolorida "La interpretación de los sueños" de Sigmund Freud, y con un grito ahogado y expresión de terror se volteó hacia la bibliotecaria y la increpó por ese libro de brujería. Ésta, muy sonrojada se excusaba y juraba desconocer su existencia y le aseguró que el libro ya había desechado del inventario activo. Una escena ridícula, lamentable y bufonesca solo posible en un país tercermundista. Una bibliotecaria y una psicóloga desconociendo a Freud y considerándolo un brujo.
Mi siguiente experiencia siniestra fue en la biblioteca Colonial o de Santiago, andaba investigando sobre Carlos I de España (emperador Carlos V de Alemania) porque quería refutar el uso torpe que algunas personas hacían del nombre del personaje. De entrada, la señora era mayor y muy amargada, sorda a conveniencia, y para despachar las solicitudes tenía un asistente que la mayor parte del tiempo se la pasaba sentado en las gradas exteriores viendo a las colegialas en el parque. Si le preguntaba algo a la señora, su respuesta era "no está el patojo" que en realidad tenía como cuarenta años.
Imprudentemente y ya cansado de esperar le hice de nuevo la solicitud a la señora sobre una cédula real (facsímil por supuesto) del rey en cuestión, ella repitió lo mismo sin alzar la mirada y le dio un mordisco a un pan dulce que soltó migas sobre la mesa, los cabellos hirsutos canosos de su frente se movían con la brisa como varillas de alambre retorcido que apuntarán hacia todos lados. Digo imprudentemente porque me atreví a decirle que el patojo estaba sentado afuera. "Cuando venga" respondió; le pedí que lo llamara y replicó, "búsquelo usted si tanto le interesa" con un tono hiriente que sentí pinchazos en el hígado. Salí del lugar y le dije al tipo que lo llamaban. Entramos de nuevo y él dijo "¿qué necesita?", ella respondió, "yo nada, es él –señalándome con la barbilla– que quiere un libro". El tipo me vio como sin entender y ella le señaló de donde tomarlo. Si la incomodidad valiera oro, yo habría sido millonario.
La señora se levantó y fue hacia el tipo, hablaron por lo bajo y éste trajo un folleto rayado de marcador azul por todas partes, me lo entregó diciendo "espero que no quiera nada más" y se marchó. Más tardé esperando que consultando el documento. Salí jurando no volver a ese tugurio y no lo he hecho hasta hoy. De nuevo me lamento que coloquen personal no capacitado en las bibliotecas.
Años después en una biblioteca privada (ahora cerrada al público), y como hecho menor y aislado, conocí a una señora que tampoco era bibliotecaria de formación pero que decía serlo por haber sido asistente de una bibliotecaria extranjera y "haber aprendido el sistema Dewey". La biblioteca no estaba clasificada ni había fichero. Le pedí que me hablara de las materias disponibles y respondió que no sabía lo que había, que primero debía clasificar los libros y etiquetarlos pero que antes debía ingresarlos en la base de datos (ya llevaba casi un año en ese proceso). De una simple mirada calculé la cantidad de libros en unos dos mil, la mayoría eran tomos enciclopédicos y me pareció raro que en un año no hubiera terminado ya y más raro aun que no supiera mencionar al menos dos materias. Caminando por el lugar mientras conversaba con ella pude echarle un ojo a los tomos y la mayoría eran de teatro, arquitectura, pintura y fotografía. De nuevo me sentí decepcionado y sentí pena por el propietario porque estaba pagando a alguien que no sabía realmente que hacer.
También visité la famosa biblioteca de CIRMA, rica en investigación antropológica y arqueológica y conocida por su mapoteca. El fiasco fue técnico. Aunque en la recepción se incluía la biblioteca como un servicio al público, y se mostraban fotografías de niños leyendo, resultaba que la consulta del material estaba restringida a antropólogos y arqueólogos acreditados. Tampoco volví a ese lugar y desconozco si su sistema cambió con el tiempo.
De la biblioteca que guardo gratas memorias, sin dudarlo, es la del Banco de Guatemala, que por alguna razón pasó a poder de la fundación G&T. La biblioteca era de sistema híbrido, en la sala de lectura era de anaquel abierto y el resto de material era anaquel cerrado pero disponible a través de los ficheros físicos y electrónicos. Los días sin escolares eran perfectos para la lectura y la atención mejoró tanto que incluso la bibliotecaria jefa enviaba a alguno de sus asistentes con material adicional para enriquecer la consulta que uno realizaba. También hay oasis en los desiertos. Aunque tampoco he visitado el lugar desde hace mucho.
Y cuando uno cree que las bibliotecas universitarias serán mejores, se da uno cuenta que no. Desde bibliotecas con gente abusiva que actúa como en dependencia estatal (Derecho) donde los bibliotecarios conversan sin atender al usuario y su respuesta a toda pregunta es "use el fichero"; hasta bibliotecas donde la atención es amable por parte del personal pero la prepotencia de los funcionarios de la facultad es detestable (Comunicación). Mi experiencia más desagradable en la biblioteca de Comunicación se debió a la entonces jefa del departamento de tesis, quien fue a expulsarnos del recinto porque quería celebrar su cumpleaños. Uno de los estudiantes usuarios se negó a salir y llamaron a los guardias del campus para sacarlo, estando afuera del lugar, el entonces director de Comunicación acudió como invitado, los afectados expusieron su malestar y su respuesta fue "colaboren muchá, tenemos derecho a festejar".
Tanto cinismo provocó una ola de reproches y ante la pregunta "¿por qué no lo celebran en la sala de profesores?", sonrió estúpidamente y respondió "acá hay más espacio".
Pero los traumas de usuario no terminan ahí. Cuando visité la biblioteca de Humanidades, resultó que el horario indicado en las puertas de vidrio esmerilado era una vil mentira. La biblioteca ofrecía atención de 7:30 a 12:30 y luego por la tarde-noche, pero eran las nueve y no abrían. La multitud se acumulaba y adentro una mujer mayor con obesidad mórbida tomaba café con un tipo de bigote puntiagudo. A la nueve y cuarto abrieron y a las nueve y media la gorda salió de detrás de su mostrador a echar a todo mundo con un tono violento y arguyendo su sagrado derecho sindical a la refacción de las diez de la mañana. Tanta desfachatez era insoportable, un hombre mayor le preguntó a qué hora abriría de nuevo y su respuesta tajante fue "a las once y media". Dos malditas horas de refacción. Aún me enoja recordarlo.
Cuando empecé a usar la biblioteca central del campus de la Usac, la fascinación fue inevitable, el éxtasis, mirífico. Cuatro niveles del edificio con libretas llenas y sistema de anaquel abierto con clima regulado. Todo tan encantador y entonces la burbuja de jabón se reventó. Estaba junto a los ventanales del lado norte cuando un grasiento chisporroteo comenzó a sonar. Eran casi las tres de la tarde y el olor a chorizo inundó el ambiente del nivel principal de la biblioteca, el tercero. Y luego los estertores asmáticos de una cafetera que arrojó al ambiente sus bocanadas de aroma. Sonidos de platos y cucharas y la estúpida conversación de las señoras bibliotecarias: que si la nena se casa en junio, que si los frijoles le hacen mal a mi mamá, que si esto, que si aquello. Momentos en los que uno quisiera ser el bastardo de Bill en aquella capillita texana felicitando a Beatrix por su boda. No solo su conversación tonta sino esos ruidos y aromas distrayendo la atención. Afortunadamente eso cambió, creo que por las quejas.
Luego del incidente olfatorio, decidí usar las mesas del lado poniente y de nuevo la mediocridad se encarnó en un bibliotecario. El tipo se paseaba entre los estantes de referencia, comunicación y derecho hablando por teléfono con sus mujeres, a una le hablaba melosamente al punto de la diabetes romántica y a la otra le hablaba con brusquedad y aspereza. Se pasaba horas hablando y su jefa ni en cuenta, por más que la ventana de su despacho estaba a unos metros. Eventualmente, con la reorganización y rotación de tareas eso cambió pero fue molesto mientras duró.
El tercer desencanto fue cuando ilúsamente me acerqué a preguntar a uno de ellos por la sección de literatura inglesa y el tipo respondió "¿existe la literatura inglesa?", eso debió alertarme pero tontamente respondí citando nombres: Shakespeare, Wilde, Blake, Marlow, Joyce, Dickens. Nombres universales que cualquiera debiera reconocer. "No, de esos no hay" y el déjà vu me asaltó con violencia aturdidora. "Busque en el catálogo" fue su indiferente sugerencia. No menciono estos nombres con pretensiones de nada ni pedantería, es tan sólo que uno empieza leyendo La mansión del pájaro serpiente y años después se encuentra uno mismo leyendo Canción de Fuego y Hielo.
Y acá vuelvo y repito, un bibliotecario no puede no conocer su inventario. No está obligado a leer todos los libros, ni a conocer todos los títulos o autores, pero al menos debe conocer las secciones que componen su biblioteca, las materias de clasificación y mostrar amabilidad a los usuarios.
El principal problema es que no hay vocación, es que muchos de ellos no pudieron estudiar lo que querían y tuvieron que conformarse con las carreras dominicales y acabaron ocupando un puesto para el que no estaban socialmente preparados. En los últimos años ha cambiado para bien la atención, aunque aún hay mucho por hacer.
A pesar de la gente, las bibliotecas me siguen pareciendo un lugar mágico, un refugio para el alma entre el bullicio del mundo y si hay un paraíso eterno, seguramente es una biblioteca infinita, agradable, acogedora y silenciosa donde se puede leer a gusto por siempre y para siempre jamás.
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